Su fútbol era único, espectacular, de los que enganchan al aficionado. Regates a izquierda y derecha, caños mirando al tendido, eternos desplazamientos al pie del compañero y un disparo que perturbaba la vida bajo los palos de los porteros y de algún que otro defensa al cruce. “Milonguita Guillermo” es uno de los futbolistas más recordados en la memoria de los aficionados celestes. Un díscolo de corto, siempre en el pódium de los tres mejores jugadores en la historia del Club Deportivo Binéfar.
Guillermo Martínez sigue siendo un tipo singular, ahora fuera de los terrenos de juego, y circunstancialmente inmerso en el sector hostelero. La sorpresa fue mayúscula al verlo una tarde de septiembre pasado en el bar de la A.C.R. Binéfar 77. Su hijo mayor, Iván, es el nuevo responsable de ese establecimiento, y su padre ha venido a echarle una mano en los siempre complicados inicios. Nos vemos, nos reconocemos y quedamos para hablar de aquel jugador imborrable para todos los que teníamos nuestra casa en el campo del Segalar, los domingos a eso de las cuatro de la tarde.
“Milonguita Guillermo”, apodo que le atribuyó el gran Juanjo Agón en honor a “Milonguita Heredia” un argentino que maravilló en el Barça de los setenta, nació en 1957 en Mérida (Extremadura). De padre extremeño y madre murciana, su futuro iba a construirse lejos de la tierra que le vió nacer e iniciarse en el mundo del fútbol. Guillermo era un futbolista de inmenso talento que ya sacaba a pasear en su primer equipo de barrio. “Jugaba en el San Francisco de Sales (nombre del colegio del barrio), con entrenador gitano (Natalio) y con unas tremendas palizas que le dábamos a los dos equipos más oficiales de la ciudad, el Mérdia y el Imperio. Éramos un grupo de amigos y vecinos que nos juntábamos y disfrutábamos una barbaridad”, reconoce Guillermo. En ese equipo, nuestro mediocentro de cabecera ya era el líder indiscutible, un auténtico superdotado entre chicos de diez-doce años. Visto el panorama, los del Mérida e Imperio pensaron unirse a la “bestia”, en lugar de intentar derrotarla. Para ello, enviaban una y otra vez hombres de club para intentar ficharlo. Pero GM tenía claro que con Natalio y sus colegas, hasta el final. Mientras, dos cartas en poco menos de una semana llegaron a su casa. Una venía firmada por Don Santiago Bernabéu. En ella se podía leer el interés el Real Madrid en hacerle una prueba al chico. La otra misiva llegaba desde el Manzanares. En este caso, el Atlético de Madrid se interesaba por más de lo mismo. La decisión de la familia, inspirada por el ya incipiente madridismo del chaval, fue la de ir a probar por el equipo blanco. “Fue una semana fantástica en Madrid. Para un chico de Mérida, llegar a la capital de España, con dos directivos de mi equipo, para probar por el club que siempre había seguido era un sueño”. La prueba no fue todo lo bien que “Milonguita” hubiera querido. Había numerosos chavales de toda España para intentar lo mismo; quedarse en el fútbol base del Real Madrid. Los partidos de esos aspirantes contra los equipos base del club blanco eran un correcalles donde cada uno quería mostrar lo mejor de si mismo, sin ningún espíritu de conjunto. Al final, vuelta a casa. De aquellos siete días inolvidables guarda el orgullo de la cita junto a jugadores de aquella época como Camacho o Gallego, y un tatuaje con el escudo del Real Madrid en su gemelo derecho.
Sin tiempo para madurar, y en plena adolescencia, la familia decidió irse a vivir a Cataluña, concretamente a Gavá, con paso previo por Castelldefels. Con quince años, y en una tierra muy alejada de sus inicios en el San Francisco de Sales, Guillermo tuvo la oportunidad de probar con el R.C.D.Español. Fue tan solo un partido en el barrio del Guinardó en Barcelona, y los técnicos blanquiazules no dudaron ni un minuto. “Cuando acabó el partidillo, ya tenía la ficha preparada para firmarla y debutar cuatro días después con el juvenil del Español ante el Barcelona. Jugamos en el Fabra i Coats, ganamos 1 a 3 y marqué dos goles. Aquella gente alucinaba”. En aquel partido de debut, Guillermo tenía enfrente a jugadores como el “Lobo” Carrasco o “Tente” Sánchez. Las cosas empezaron bien y fueron mejor. El entrenador del primer equipo y posterior seleccionador español, José Emilio Santamaría, subió al jugador al conjunto que lideraban futbolistas como Solsona, Caszely, Marañón o Jeremías. “Estaba loco de contento. Fuí con dos compañeros más, Céspedes y Ángel, pero el equipo comenzó a ir mal aquella temporada y a lo jóvenes no nos dieron minutos”. Guillermo Martínez jugó cuatro partidos oficiales con el Español; dentro de la Copa del Rey se enfrentó a Reus, Palamós y Girona (ida y vuelta). Al no entrar en el primer equipo, automáticamente bajaba el fin de semana para jugar con el equipo amateur. Mientras, el Hospitalet, atento a la nómina de talentos desaprovechados por los grandes de la ciudad, se interesó por los servicios de Guillermo y allí que se fue cedido. La batuta en el centro del campo del equipo hospitalense era para el extemeño cedido por el Español. Ese era el mensaje final del entranador antes de salir al campo. “Allí era el rey del mambo”, señala el futbolista mientras en su cara se dibuja un ademán envuelto en sonrisa. Después llegaría la mili, una temporada en el Lorca, y vuelta a casa para jugar tres meses, de nuevo, en el Hospitalet, salvar la categoría y esperar a vivir el verano que le cambiaría su vida para siempre. “Me llamaron del Español y me dijeron que se habían presentado unos directivos del C.D.Binéfar y que querían ficharme. Yo no sabía nada del equipo ni del pueblo. El Gavá también quería ficharme, pero al final me convenció la propuesta del Binéfar, y sobre todo, la posibilidad de salir y vivir otras experiencias”.
En el verano de 1979, y con veintidós años, Guillermo Martínez llegaba a Binéfar y al Binéfar. El responsable de su fichaje fue Nacho Vergara, entrenador de aquel equipo recién ascendido de la Preferente aragonesa. En el Segalar le esperaban futbolistas como Yus, Agón o Armando y una afición que desde el primer día se enamoró de su fútbol, entendiendo, a veces, que ese genio que le acompañaba no era automático, que la magia de ese arte iba y venía según ordenaba la inspiración del “Milonguita”, que amanecían días que no iban con él, y que otros en cambio brillaban con luz propia sus regates, disparos o miradas intimidatorias a rivales airados por los latigazos de su maestría. Aquella temporada 79/80 fue la primera de una década celeste en la vida futbolística del centrocampista. Después llegaría una campaña en el Barbastro y dos en el Tamarite. Con 35 años, el fútbol le dijo adiós a uno de los mejores entre los mejores. Pero la vida celeste le dedicó una vida personal que ya nunca lo desvincularía de Binéfar. Dos hijos, Iván y Sergio, son su proyección en el pueblo que tanto le ha dado. “El Binéfar es mi equipo, y el pueblo es mi pueblo. El fútbol me dio la oportunidad de llegar aquí, y desde entonces ya nadie me puede apartar de esta tierra, gracias, sobre todo, a mis dos hijos”.
Con todo lo expuesto, muchos nos preguntamos cómo un futbolista así no llegó a la máxima categoría del fútbol español. Opiniones existen, y todas coinciden en ese genio que salía cuando gustaba, mientras vivía inmerso de cierta indolencia e introversión. Él, no obstante, se resiste a la idea general. “Tuve oportunidades de llegar, por ejemplo, al Zaragoza, Murcia o Logroñes, pero el Binéfar pedía mucho dinero por mi traspaso. Además, en alguno de esos casos, me enteré cuando ya no había posibilidad alguna de hacer algo por cambiar las cosas. Me faltó estar en el sitio justo y en el momento oportuno para dar el salto”. Paralelamente, mientras se habla de su especial forma de ser, todos sin menoscabo, comentan y no se cansan de sus cualidades únicas. “Mi gran virtud era que le pegaba con las dos piernas. Eso despistaba al contrario”.
Los recuerdos valen como regusto en tiempos de vacas flacas. “Mi mejor gol lo conseguí contra Osasuna. El portero era Roberto, que más tarde jugaría en Primera División. Fue un disparo desde, prácticamente, el círculo central, el balón pegó en el poste y entró. Y mi mejor partido creo que podría ser el de la ida de Copa del Rey ante el Mallorca (noviembre de 1981). Ganamos 3 a 1, marqué dos goles, y en la vuelta volví a marcar el 0 a 1, pero después nos robaron bien robados, con agresión incluida a Pedro Naya, por parte de Kustodic”. Son episodios de leyenda en la historia celeste. Citas mágicas cuando el fútbol era una religión en Binéfar con futbolistas irrepetibles en los altares más populares. Preguntado por los tres mejores jugadores que él ha visto en su personal historia en el Binéfar, Guillermo no duda en hablar de Abadía. “Para mí ha sido el mejor, y de hecho su carrera ahí está. Junto a él, destacaría a Juan Yus por su orden y mando en el campo, y a Perico, uno de los jugadores más finos y elegantes que yo he visto en el Binéfar”. Sobre entrenadores, tres eran tres para nuestro genio y centrocampista. “Es difícil decir cual ha sido mi mejor entrenador. En el Binéfar, Nacho Vergara era tan buena persona que no le podías fallar. Manolo Bujan tenía un carácter tan fuerte que imprimía en el jugador mucho respeto. Y Manolo Carreño creo que era el más completo. ¿El mejor? Quizá, Carreño”. Cuantos años y que magníficos episodios con nombres y apellidos. Algo queda, y no es poco, de tantos lustros y tan brillantes participados por Guillermo Martínez. Ahora las cosas han cambiado. Su vida transcurre en Gavá pegado a la mujer que le ha acompañado en los últimos veinte años; Juani Benet es su amor grande unido a dos pequeñas, Thais y Nicole, que le llenan la vida y le ensanchan el corazón. En cuanto a sus aficiones regulares, una brilla por encima del resto. La petanca se se ha colado en la vida deportiva del entonces futbolista. “Juego y me encanta. La petanca se ha convertido en mi mayor afición en tiempo de ocio. El fútbol lo sigo, pero no lo practico, excepto alguna pachanga de vez en cuando con los veteranos”. Lo que se pierde el balompié. Genios así, pocos y cada mucho.