J.Espluga-Trenc y Arantxa Capdevila, sociólogos.
Todo comenzó cuando, con Arantxa Capdevila, encontramos unas fotos en blanco y negro de familiares y vecinos bañándose en diversas playas del Cantábrico y del Mediterráneo, posando ante monumentos de ciudades de media España, o subiendo y bajando de un autocar en parajes de lo más variado de la geografía peninsular.
Lo que más nos llamó la atención es que eran fotos de los años 1959 a 1963, una época en la que prácticamente no había turismo. Y nuestra sorpresa fue también constatar que aquellas fotos se encontraban en muchas de las casas de Alcampell, lo que permitía suponer que se trataba de algún tipo de actividad colectiva que se había dado en la localidad en aquel tiempo remoto. Tras unas cuantas semanas siguiendo la pista de las personas que salían en las fotos y entrevistando a algunas de ellas, conseguimos sacar a la luz más de un centenar de fotos y llegamos a las siguientes conclusiones:
1) Las fotos son la evidencia gráfica de una serie de viajes realizados entre 1959 y 1963 por los podadores de Alcampell y sus familias. No eran de sus viajes de poda, sino de sus vacaciones de verano, que organizaban en grupo y en compañía de familiares y amigos de todas las edades. La cosa resulta sorprendente porque en aquellos años casi nadie hacía vacaciones, y mucho menos en el mundo rural, donde siempre había trabajo a hacer. El turismo de masas se inicia en España a partir de 1963, cuando el recién creado Ministerio de Información y Turismo lanzó sus campañas ‘Spain is different’ para intentar captar turismo extranjero y ‘Conozca usted España’ para animar a los autóctonos (sin demasiado éxito). En este sentido, los podadores de Alcampell se pueden considerar unos auténticos precursores, y en sus periplos visitan lugares vírgenes que en pocos años sufrirían una radical transformación urbanística (dan cuenta, por ejemplo, las elocuentes fotos de Laredo, de Benidorm o de la Manga del Mar Menor).
2) Los podadores de Alcampell y sus familias son unos pioneros del turismo de masas que, curiosamente, surgen de una sociedad desfondada, económicamente derruida y aparentemente sin esperanzas. Para entenderlo hay que acudir a dos personas que, sin pretenderlo, en un entorno rural en proceso de desmantelamiento, se inventaron una actividad económica insospechada: la poda. Dos personas, Antonio Espluga Fort, de Alcampell, y Jaume Garret Qui, de Lleida, fueron los maestros podadores que iniciaron una saga que duró cuatro décadas, desde mediados de los 50 hasta mediados de los 90, en las que la poda se convirtió en una fuente de recursos económicos indispensable para muchas familias. Por ello, mientras los municipios de la Litera Alta (y del prepirineo en general) se despoblaron sin remedio durante los años 60 y 70, Alcampell aún resistió con cierta dignidad. Porque los ingresos de la poda permitieron a mucha gente comprar tractores, construir granjas, pedir créditos, etc., e integrarse así en los competitivos circuitos de la agricultura moderna.
3) La poda era una actividad eminentemente invernal y, con las propinas ganadas durante los meses de invierno, debidamente colectivizadas, financiaban un viaje en verano junto a sus familiares y amistades. Así pues, eran viajes autofinanciados, que no solo no costaban dinero a los viajeros sino que, al final del viaje, permitían repartir equitativamente el dinero sobrante (pues siempre solía sobrar). Un viaje socializado y cooperativo.
4) Además, los viajes eran intergeneracionales, pues congregaban desde niños de pocos años hasta personas de avanzada edad, abuelas, tíos y demás parientes, personas de todas las edades y sexos. De hecho, el único rasgo sociodemográfico que tenían en común era el formar parte de los estratos económicamente menos pudientes de la sociedad local, pues los poderosos de la época no necesitaban de la poda para seguir adelante (y por ello, salvo alguna rara excepción, no participaron en los viajes). Por una vez, en plena oscuridad del franquismo, los más desfavorecidos eran los protagonistas de excitantes experiencias vitales.
5) Los viajes no sólo eran autosuficientes porque se financiaban a partir de las propinas, sino también porque no dependían de reservas de hoteles ni de restaurantes. Cada persona o familia llevaba consigo parte de su propia comida, que iba reponiendo a lo largo del viaje, y contaba con su propio fogón de alcohol apto para cocinar en los lugares de acampada. Porque, y quizá esta es una de las cosas más sorprendentes, el alojamiento se realizaba mayormente junto al propio autocar, alquilado para la ocasión. Cuando decidían hacer noche en un lugar, se instalaban sendos toldos a lado y lado del autocar y, voilà, ya tenían su hotel de campaña. Los sitios de acampada podían ser en cualquier parte, tanto dentro como fuera de las ciudades. Así, instalaron su campamento en un parque de Pamplona, en la playa del Sardinero de Santander, en un pueblito de Logroño, junto a las tapias del cementerio de Benidorm, o en varios de los incipientes campings que ya empezaba a haber por las zonas de costa, entre otros lugares.
6) Para el primer viaje, en 1959, simplemente alquilaron un autocar de la empresa Lax de Tamarite y se fueron a pasar el día a Graus. Allí visitaron el centro histórico, la casa de Joaquín Costa, el puente sobre el río, el pantano y la central eléctrica de Barasona. Era el 15 de agosto de 1959 y la expedición la componían entre 30 y 35 personas de todas las edades.
7) El segundo viaje, en 1960, consiste en tres días por la Costa Dorada, donde visitan Tarragona y Sitges y se bañan en la playa de Coma-ruga. Recorren unos 400 kilómetros en total. Se hacen una foto de grupo en el famoso ‘Balcón del Mediterráneo’ en la que aparecen hasta 44 personas, aunque no están todos los que son. Las experiencias de playa son las que predominan en los recuerdos de los protagonistas, muchos de los cuales es la primera vez que veían el mar. Aunque casi nadie sabe nadar, la mayoría se deja fotografiar dentro del mar, junto a la orilla, algunos convenientemente sentados pues se bañaban en ropa interior, ya que en aquella época la ropa de baño no era algo demasiado común en Alcampell.
8) A finales de 1960 Jaume Garret y Antonio Espluga Fort disolvieron su sociedad laboral, de tal manera que ambos formaron sus respectivas cuadrillas y siguieron sus actividades de poda por separado. Como consecuencia, a partir de 1961 cada cuadrilla hará los viajes veraniegos por su cuenta. Mientras que el grupo de Jaume Garret seguirá haciendo excursiones de dos o tres días por la costa catalana o el Pirineo cercano, el grupo de Antonio Espluga Fort se planteará horizontes más lejanos, exóticos y atrevidos. Quizá en ello pudo haber pesado la personalidad de Antonio Espluga Fort, antiguo alumno de la escuela racionalista local y vinculado a los ambientes libertarios en los años 30, que aprendió a podar en Francia y que a su retorno a España lo difundió provechosamente por el área de Lleida, que en plena autarquía estableció vínculos con la escuela agraria de Ferrara (Italia), que trabajó para las agencias de Extensión Agraria de media España y fue representante agrario en el Sindicato Vertical franquista, así como saxofonista de la Orquesta Torrente y un apasionado del ajedrez que, tablero bajo el brazo, recorría las fiestas mayores de los pueblos literanos dispuesto a retar a posibles contrincantes. Todo un personaje a reivindicar, aunque la gestión de recursos humanos no parece que fuera su fuerte.
9) En el tercer viaje, en 1961, recorren el Pirineo oriental y la Costa Brava, unos 700 kilómetros en total a lo largo de una semana entera. En este viaje instauraron la costumbre de dormir echando el toldo desde el autocar. Desde Alcampell fueron hacia la Seo de Urgell y Puigcerdà, intentaron entrar a Francia pero sólo consiguieron llegar a Llívia, donde visitaron la famosa farmacia. Luego se desplazaron hacia la costa Brava vía Olot y Banyoles, que alcanzaron a la altura de S’Agaró. Desde allí fueron bajando por la costa hasta Barcelona, deteniéndose varios días en Lloret de Mar y en Blanes. En Barcelona pasaron el día en el parque de atracciones del Tibidabo y acamparon junto a un camping de Castelldefels. Algunos de los protagonistas afirman haber visto los primeros bikinis de su vida, que vestían algunas turistas extranjeras pues todavía estaban prohibidos para las mujeres autóctonas. El día de vuelta hacia Alcampell se detuvieron a visitar el monasterio de Montserrat y luego pararon en Verdú, cerca de Tárrega, donde compraron botijos y cántaros de cerámica negra, que algunos todavía conservan.
10) En el cuarto viaje, de 1962, recorren todo el Pirineo occidental y parte de la costa Cantábrica. Esta vez han llenado el autocar con más de 50 personas. Desde Balaguer suben hacia la Pobla de Segur, enfilan el puerto de la Bonaigua, bajan hacia Viella, atraviesan el túnel homónimo y pasan la noche en el Pont de Suert (echando el toldo desde el autocar). Desde allí siguen atravesando el Pirineo durante varios días por Aínsa, Biescas (donde aprovechan para visitar Ordesa), Sabiñánigo y Jaca, hasta llegar a Pamplona. El autocar se iba calentando a cada poco y la mayoría todavía recuerdan las interminables curvas del trayecto. A los que iban sentados delante les parecía que el autocar se salía de la carretera en cada curva. Algunos recuerdan incluso haber tenido que bajar varias veces del autocar para que este pudiera subir una pendiente prolongada, o para salvar un riachuelo a través de un inestable puente hecho de traviesas de tren. Tras cinco días de viaje llegaron a San Sebastián, donde divisaron por primera vez el mar Cantábrico. En la playa de la Concha varias mujeres mayores compartieron un mismo bañador por turnos, pues sólo una de ellas disponía de esta prenda (que por azar le habían regalado años atrás). A partir de ahí siguieron por la costa de Zarautz, Getaria, Zumaia (donde durmieron acampados en la playa), Bilbao y Santurce (aún recuerdan las estupendas sardinas a la brasa), Laredo y Deba, hasta llegar a Santander, donde acamparon en plena playa del Sardinero. Algunos de los viajeros se colaron en el cercano campo de fútbol donde, mediante la colocación de un toldo, convirtieron una portería en una cómoda tienda de campaña para pasar la noche. Según ellos la más cómoda de todo el viaje. Pasaron todo el día siguiente bañándose en la playa de El Sardinero, de lejos la más concurrida de las que visitaron. Llegados a este punto, deciden no proseguir la ruta cantábrica y sí emprender el retorno por el interior, vía Burgos, Logroño y Zaragoza, hasta llegar a Alcampell, tras un recorrido de unos 1.500 km a lo largo de once días. Un viaje histórico del que regresan exhaustos y del que estarán contando anécdotas durante años.
11) El quinto viaje, en 1963, lo hacen hacia el centro peninsular con regreso por la costa mediterránea. Salen de Alcampell un 21 de julio y se detienen en Zaragoza y en el Monasterio de Piedra. Antes de llegar a Madrid se desvían hacia El Escorial y luego visitan el recién inaugurado Valle de los Caídos (aquel año muy publicitado por el Régimen y al que aún no habían iniciado los masivos traslados de cadáveres). Pasaron un par de días en Madrid y luego salieron con destino a Albacete, Murcia y Cartagena. Desde allí fueron subiendo por la costa mediterránea parando en la Manga del Mar Menor, Torrevieja, Alicante, Benidorm, Calpe, Valencia, Castellón, Peñíscola, Benicarló, Vinaroz, Salou y Barcelona. Dada la poca profundidad del agua, en la Manga del Mar Menor se atrevió a bañarse toda la expedición, pero aún recuerdan los restos de petróleo que invadían las playas y que les costó mucho eliminar de sus pies, así como el intenso picor de la sal cristalizada en la piel, que más adelante les obligó a parar el autocar para bañarse en una acequia de riego e intentar así mitigar sus efectos. Tras múltiples aventuras y baños por toda la costa mediterránea, al llegar a Barcelona muchos aprovecharon para visitar parientes, otros deambularon por el barrio chino o se fueron de compras (pues justo al llegar se repartieron los fondos que quedaban de las propinas). Una vez reagrupados, a media tarde partieron con dirección a Alcampell. Al pasar por Lleida pararon en las Basses d’Alpicat, donde se dieron un merecido baño. Por la noche llegaron a Alcampell. Esta vez habían recorrido 1.800 Km en doce días. Una epopeya que recordarían toda la vida.
Epílogo:
Los podadores de Alcampell se convirtieron en depositarios de un conocimiento técnico muy apreciado por las emergentes explotaciones frutícolas de la época, una fuerza laboral especializada muy solicitada y aún mejor pagada, al menos durante la primera época. Llegaron incluso a impartir clases a los técnicos agrónomos de las agencias de Extensión Agraria, que en aquellos años estaban desplegándose por todo el territorio estatal. Hemos encontrado, por ejemplo, numerosas fotos de podadores locales impartiendo cursillos en lugares tan dispares como Potes (Cantabria), Don Benito (Badajoz), Montañana (Zaragoza), Ponferrada (León) o Briviesca (Burgos), entre otros. Después de estos primeros años, la poda continuaría siendo una actividad que generaba importantes ingresos, pero iría perdiendo progresivamente el prestigio de los primeros tiempos. El invierno de aquel mismo 1963, a causa de un cúmulo de motivos dispares (médicos, familiares, profesionales, etc.), Antonio Espluga Fort abandonó la actividad y su cuadrilla quedó a cargo de otro podador de Alcampell, Antonio Tomás Baró, quien a pesar de sufrir varias escisiones y bifurcaciones la mantuvo durante muchos años. Sin embargo, ya no se hicieron más viajes colectivos, autofinanciados, intergeneracionales y a la aventura como los aquí descritos. Puede que éstos fueran producto de unas circunstancias especiales, una extraña locura colectiva, que les lanzó a vivir experiencias luminosas en una época oscura. Pero aquella magia se debió romper en algún momento porque ya no lo repitieron más. A partir de entonces, o bien dejaron de viajar y se dedicaron a sus tareas rutinarias, o bien si viajaban lo hacían de manera individual, perdiendo lo que tienen de mágico los proyectos colectivos. Parte de esta magia la pudimos recuperar este pasado verano mediante charlas, debates y exposiciones alrededor de estos viajes. A petición del público la conferencia se tuvo que repetir dos veces, ambas con lleno absoluto, y durante la fiesta mayor se realizó una exposición de fotos ampliadas en la Casa de la Cultura, que ayudó a hacer emerger numerosas conversaciones y recuerdos entre la población. Es una prueba más de que nuestros pueblos ocultan historias increíbles esperando ver la luz.